martes, 3 de febrero de 2009

El Principio de todo, parte III

No se imagina quien me despertó, acostándose a mi lado. Porque Juan Antonio se creerá monje o se había puesto así con la china fea esa (quien no), pero seguía igual de caliente como siempre. Ni hablamos, sólo hicimos el amor. Usted sabe que no me gusta mucho hablar de sexo, lo encuentro de pésimo gusto, así es que no me ponga cara que quiere detalles porque en eso mis principios católicos sí que son firmes. Lo divertido es que no podíamos hacer ruido, porque era un grupo de cabañitas para puras mujeres y se suponía que era un retiro espiritual, pero eso de andar escondidos como adolescentes le puso más sabor.

Estuvimos conversando toda la noche. Así como antes. Juan Antonio era el mismo de siempre, por suerte. Nos teníamos que aguantar la risa cuando yo imitaba los sonidos que hacían los viejos feos en la famosa “meditación”. ¿Y sabe lo que hicimos? Nos escapamos. A las 4 de la mañana, Juan Antonio fue a buscar sus cosas a su cabañita, yo hice mis maletas (una para la ropa y la chiquita para el secador y las cremas, no hay caso que pueda usar solo una) y partimos a Horcón. Idea de Juan Antonio por supuesto, yo jamás me metería a un lugar lleno de hippies, pero era obvio que no me encontraría con nadie conocido y podríamos hacer lo que quisiéramos durante varios días.

En Horcón arrendamos una cabaña en un lugar bien tranquilo, alejado de la caleta y la gente. No tenía ninguna maravilla la cabaña famosa, pero parece que iba gente como actores y escritores y uno en el fondo pagaba la exclusividad. Porque harto carita que salió.

Fueron unos días inolvidables, la verdad. No teníamos horario, comíamos cuando teníamos hambre y hacíamos el amor cuando teníamos ganas, que era casi siempre. Y cuando Francisco me llamaba, yo le hablaba al lado del mar con voz de monja budista (¿existen?) y ni cuenta se daba.

Lo que sí me complica, y es por lo que vengo, es que la penúltima noche, porque igual teníamos que volver, Juan Antonio me dijo que lo pasábamos tan bien juntos, que teníamos una historia en común como de 6 años, que porqué no nos casábamos. Al principio no le hice caso y hasta me reí, pero insistió bastante. Me dijo que cuando meditaba siempre veía mi cara, y que eso era una señal: estábamos predestinados.

Todo esto pasó hace dos semanas, y durante todo este tiempo nos hemos estado viendo diariamente, y mi marido ya sospecha porque me encuentra extraña. Y la verdad no sé que hacer, doctor.

¿Qué cree usted: me separo de Francisco y me caso con Juan Antonio?

Agosto.
No me mire con esa cara, doctor, si sé que la última vez le dije que me buscaría otro siquiatra que me diera respuestas y no miradas. Pero usted me conoce, por eso yo estaba segura que si le pedía hora a la Lore (harto loca su secretaria, no sé si se lo comenté alguna vez) no me pondría problemas.

Es que me enojé mucho porque usted no fue capaz de ayudarme. Si sé que yo sola debo hacerlo y que usted sólo me acompaña de lejos en el camino, pero no supe que hacer y finalmente, acá me tiene, lejos de Juan Antonio y todavía casada con el fome y tontorrón de Francisco.

¿Puedo encender un cigarro? La verdad es que estoy muy enojada, doctor. El día que vine, hace como ocho meses me parece, tomé mi jeep y manejé por la costanera hasta que se acabó, pensando. Juan Antonio puede ser el amor de mi vida, pero (va a sonar feo) no tiene la plata que tiene Francisco, y yo no trabajo ni loca. Imagíneme a mi, casada con Juan Antonio, llegando todos los días a su departamento medio chino (porque al mío no me voy ni loca, con lo que me pagan de arriendo vivo feliz), después de un día de trabajo, sin poder hacer lo que me gusta, ver tele, vitrinear, leer las revistas esas internacionales, hablar por celular… estoy segura que el amor se acabaría. Juan Antonio se creerá medio monje de esa religión rara, pero yo soy una mujer que siempre fue mimada y me gusta serlo.

No hay comentarios: